La investigadora Régine Robin sostiene en su libro que el “afán por conservarlo todo” en términos recordatorios puede poner al pasado entre paréntesis y a un costado. Aquí se presenta un análisis de su obra y una entrevista breve con la autora que vive en Montreal.
Silencio. Un poco de silencio. Eso es lo que pide, lo que propone Régine Robin frente a la presencia excesiva de la memoria, que aparece como una necesidad, como un deber, como una exigencia que termina por saturar. No es fácil decirlo después de Auschwitz, de los desaparecidos durante la última dictadura en Argentina, del atentado al World Trade Center, de cada uno de los acontecimientos que marcan a la historia, especialmente a partir del siglo XX. Y claro: pedir silencio y que no se recuerde tanto todo el tiempo puede tomarse, en este contexto, como una gran provocación, o un comentario digno del mayor negacionismo, o hasta una operación de marketing. Pero no parece ser el caso de Robin, que sostiene con argumentos las consecuencias polémicas que pueden traer estas afirmaciones, esta manera de discutir acerca de la realidad y lo que cada uno elige hacer con ella. Incómodo por donde se lo mire.
Robin se pregunta si acaso no estaremos entrando en un mundo sin memoria; si realmente sabemos diferenciar lo verdadero de lo falso, el original de la copia; si poseemos herramientas para hacer frente a la multiplicidad de discursos; si tenemos lugar para hacer un vacío, para instalarnos en un silencio que no sea el del simple olvido. Porque la palabra, inseparable de la memoria, no siempre alcanza, y en ocasiones podríamos llegar a sospechar que está de más. De ahí se desprende su hipótesis central, controvertida, incisiva, punzante: que hay una marcada tendencia a que la memoria, presente en exceso, pueda llegar a transformarse en otra figura del olvido. Y que ese exceso de memoria, ese afán por “conservarlo todo”, sature, invierta los signos y ponga entre paréntesis el pasado cercano sin pensarlo, criticarlo ni decantarlo.
Nacida en 1939 en París, de padres polacos, Rivka Ajzersztejn cambió su nombre al de Régine Robin, que como un heterónimo de sí misma la acompaña desde hace años. En la Sorbonne se licenció en Historia y se diplomó en geografía humana. Hizo un doctorado en la Universidad de Dijón, y continuó su formación en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. En 1977 se mudó a Montreal, donde se estableció como docente de la Universidad de Quebec. Historiadora, socióloga, lingüista, traductora y novelista (porque tiene varias novelas de ficción publicadas, a veces muy experimentales), Robin ganó numerosos premios y fue nombrada miembro de la Royal Society de Canadá. Dio clases en Harvard, Nueva York, Chicago, París, Berlín, Potsdam, Jerusalén, San Pablo, Río de Janeiro y Buenos Aires. Polifacética, realizó investigaciones tan disímiles acerca de identidades múltiples, Kafka, el realismo socialista, el Yiddish, la cultura y la memoria colectiva de los judíos, análisis discursivos de lo más variados, la sociedad francesa de 1789 y las cibermigrancias.
Es probable que el gran acierto de La memoria saturada (el libro acaba de ser publicado por Waldhuter Editores, aunque fue lanzado originalmente en 2003) esté en el abordaje complejo de un tema complicado, pero hecho a través de una lectura simple, clara, coloquial, abundante en anécdotas personales y ejemplos fáciles de entender. No es algo menor, si pensamos en la larga tradición de autores que se especializan en estudios culturales, de filosofía o psicoanálisis y que no poseen, particularmente, una escritura accesible para cualquiera. El ejemplo más claro tal vez sea el de Paul Ricoeur, con quien Robin dialoga permanentemente, sobre todo con la aparición de esa obra tan monumental como difícil de digerir que el francés escribió a los 87 años: La memoria, la historia y el olvido. Su influencia no es la única que se percibe en el libro, en el que, directa o indirectamente, aparecen referencias, guiños y discusiones que hacen alusión a autores tan diferentes como Freud, Nietzsche, Foucault, Agamben, Arendt, Barthes, Benjamin, de Certeau, Bourdieu, Derrida, Rancière, Hayden White, Carlo Ginzburg, Primo Levi, Furet, Todorov, Hallwachs, Jameson, Joyce, Saramago, Tabucchi, Borges, Bioy Casares y Cortázar, entre realmente muchos otros.
Robin divide el libro en tres partes, que bien podrían ser a su vez textos independientes y que, sin embargo así, en conjunto, son fundamentales para poder dar un tono en perspectiva a sus argumentos. La primera parte es probablemente la más teórica, donde practica ensayos en un sentido más o menos tradicional acerca de los usos y abusos de la memoria. La segunda está dedicada íntegramente a la Shoah, a partir de la cual despliega muchísimos ejemplos y lecturas para problematizar conceptos y situaciones. La tercera es más experimental: juega con elementos de ficción, de su vida íntima, y hace ensayos más heterodoxos, inhallables en autores similares. En definitiva, su escritura abarca un mosaico de géneros: ensayo, ficción, historia, teoría literaria, sociología, psicoanálisis, análisis erudito y vivencias personales, que se condensan en un texto que mantiene el tono de otras obras anteriores, como Berlin chantiers, o Identidad, memoria y relato. La imposible narración de sí mismo, un ciclo de conferencias brillantes que dictó en la UBA en 1993, donde posiblemente se encuentre la anticipación de algunas de las ideas principales que continuó desarrollando aquí.
La memoria saturada es un libro mestizo narrado en primera persona, contextualizado a partir de la historia de su autora, la de su familia, la de su tiempo y los espacios que fue ocupando. Es, también, un libro que habla acerca de qué tan infiel puede llegar a ser la memoria, sin por eso ser menos cierta, como muestra muy bien el ejemplo del caso Wilkomirski, exponente que sirve para cuestionar el estatuto de bronce de los recuerdos, tantas veces discontinuos, vagos y a veces difíciles de establecer saber si son vividos o narrados.
Benjamin Wilkomirski se hizo famoso en 1996, cuando publicó un libro en el que contaba, fragmentariamente, sus recuerdos en un campo de concentración nazi, y la posterior imposición de una identidad falsa por parte de sus padres adoptivos. Estos relatos, cargados de un realismo y un horror extremadamente violentos, conmovieron a los lectores y transformaron a su autor en un ícono de la Shoah. Dos años más tarde un periodista develó que nada en esta historia era cierto, lo que generó una conmoción sin precedentes. Lo impactante de esto, según analiza Robin, es que Wilkomirski no mentía, sino que verdaderamente recordaba esas escenas, que nunca ocurrieron, porque ni estuvo en un campo de concentración, ni poseía la identidad que él creía haber tenido. ¿Un caso de psicosis? Probablemente, pero una psicosis que produjo las emociones más diversas en individuos de todo el mundo.
Robin no es ingenua. Sabe que la aparición de episodios como el de Wilkomirski, o cierto relativismo como el que ella propone, pueden ser funcionales al discurso negacionista en sus formas más diversas, y frente a eso sugiere cierta cautela, y sobre todo, mucho compromiso. Al respecto, George Orwell decía, en 1984, que el que controla el pasado controla también el futuro, y que el que controla el presente, controla el pasado. Queda claro: el pasado nunca es libre: ninguna sociedad lo abandona a sí mismo. Como afirma Robin, el pasado se rige, se conserva, se administra, se narra, se conmemora o se odia. Uno se puede batir a duelo por el pasado, y no hay ninguna sociedad que, consciente o inconscientemente, no manipule, falsifique, oculte, reoriente y/o reconfigure elementos de su historia. Los ejemplos que analiza ella son el de Japón y la masacre de Nankín, el de Estados Unidos y las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, el de Francia con Vichy y la guerra de Argelia, el de Alemania y el Holocausto, el de España y el franquismo, el de Italia y el fascismo. A los sudamericanos esa relación con el pasado inmediato tampoco nos pasa desapercibida.
La identidad saturada tiene un triple mérito: el primero es el de volver a discutir temas que para muchos ya se encuentran saldados, aportando nuevas ideas, discutiendo con creatividad e inteligencia otras. El segundo, el de hacerlo de una manera entretenida, a partir de ejemplos literarios y cinematográficos. El tercero es que a las muchas preguntas que formula ofrece algunas explicaciones, hipótesis, sugerencias, creencias. Pero no como recetas infalibles, ni con formato de propuestas programáticas, sino como indicios, como hipertextos que conducen a seguir investigando, discutiendo, generando polémicas productivas.
Robin habla de la memoria volcánica, de la imposible justa memoria, del turismo de la memoria, del fracaso de programar los recuerdos, del hojaldrado del tiempo, del olvido activo y retroactivo, de la influencia de Internet en todo esto. Lo plantea desde una posición académica, haciendo uso de metodologías y sistemas propios de las ciencias sociales. Pero también lo hace desde un yo intransferible, que explicita que las cuestiones teóricas son imposibles de escindir de la propia experiencia de aquel que narra, aquel que reflexiona.
Tal vez por eso es tan interesante que el discurso universitario de Robin esté complementado por uno mucho más literario, de ficción, que la involucra a ella como escritora, como parte de la historia que escribe, que podría ser la de cualquiera de nosotros, pero no lo es.
Robin se pregunta si acaso no estaremos entrando en un mundo sin memoria; si realmente sabemos diferenciar lo verdadero de lo falso, el original de la copia; si poseemos herramientas para hacer frente a la multiplicidad de discursos; si tenemos lugar para hacer un vacío, para instalarnos en un silencio que no sea el del simple olvido. Porque la palabra, inseparable de la memoria, no siempre alcanza, y en ocasiones podríamos llegar a sospechar que está de más. De ahí se desprende su hipótesis central, controvertida, incisiva, punzante: que hay una marcada tendencia a que la memoria, presente en exceso, pueda llegar a transformarse en otra figura del olvido. Y que ese exceso de memoria, ese afán por “conservarlo todo”, sature, invierta los signos y ponga entre paréntesis el pasado cercano sin pensarlo, criticarlo ni decantarlo.
Nacida en 1939 en París, de padres polacos, Rivka Ajzersztejn cambió su nombre al de Régine Robin, que como un heterónimo de sí misma la acompaña desde hace años. En la Sorbonne se licenció en Historia y se diplomó en geografía humana. Hizo un doctorado en la Universidad de Dijón, y continuó su formación en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. En 1977 se mudó a Montreal, donde se estableció como docente de la Universidad de Quebec. Historiadora, socióloga, lingüista, traductora y novelista (porque tiene varias novelas de ficción publicadas, a veces muy experimentales), Robin ganó numerosos premios y fue nombrada miembro de la Royal Society de Canadá. Dio clases en Harvard, Nueva York, Chicago, París, Berlín, Potsdam, Jerusalén, San Pablo, Río de Janeiro y Buenos Aires. Polifacética, realizó investigaciones tan disímiles acerca de identidades múltiples, Kafka, el realismo socialista, el Yiddish, la cultura y la memoria colectiva de los judíos, análisis discursivos de lo más variados, la sociedad francesa de 1789 y las cibermigrancias.
Es probable que el gran acierto de La memoria saturada (el libro acaba de ser publicado por Waldhuter Editores, aunque fue lanzado originalmente en 2003) esté en el abordaje complejo de un tema complicado, pero hecho a través de una lectura simple, clara, coloquial, abundante en anécdotas personales y ejemplos fáciles de entender. No es algo menor, si pensamos en la larga tradición de autores que se especializan en estudios culturales, de filosofía o psicoanálisis y que no poseen, particularmente, una escritura accesible para cualquiera. El ejemplo más claro tal vez sea el de Paul Ricoeur, con quien Robin dialoga permanentemente, sobre todo con la aparición de esa obra tan monumental como difícil de digerir que el francés escribió a los 87 años: La memoria, la historia y el olvido. Su influencia no es la única que se percibe en el libro, en el que, directa o indirectamente, aparecen referencias, guiños y discusiones que hacen alusión a autores tan diferentes como Freud, Nietzsche, Foucault, Agamben, Arendt, Barthes, Benjamin, de Certeau, Bourdieu, Derrida, Rancière, Hayden White, Carlo Ginzburg, Primo Levi, Furet, Todorov, Hallwachs, Jameson, Joyce, Saramago, Tabucchi, Borges, Bioy Casares y Cortázar, entre realmente muchos otros.
Robin divide el libro en tres partes, que bien podrían ser a su vez textos independientes y que, sin embargo así, en conjunto, son fundamentales para poder dar un tono en perspectiva a sus argumentos. La primera parte es probablemente la más teórica, donde practica ensayos en un sentido más o menos tradicional acerca de los usos y abusos de la memoria. La segunda está dedicada íntegramente a la Shoah, a partir de la cual despliega muchísimos ejemplos y lecturas para problematizar conceptos y situaciones. La tercera es más experimental: juega con elementos de ficción, de su vida íntima, y hace ensayos más heterodoxos, inhallables en autores similares. En definitiva, su escritura abarca un mosaico de géneros: ensayo, ficción, historia, teoría literaria, sociología, psicoanálisis, análisis erudito y vivencias personales, que se condensan en un texto que mantiene el tono de otras obras anteriores, como Berlin chantiers, o Identidad, memoria y relato. La imposible narración de sí mismo, un ciclo de conferencias brillantes que dictó en la UBA en 1993, donde posiblemente se encuentre la anticipación de algunas de las ideas principales que continuó desarrollando aquí.
La memoria saturada es un libro mestizo narrado en primera persona, contextualizado a partir de la historia de su autora, la de su familia, la de su tiempo y los espacios que fue ocupando. Es, también, un libro que habla acerca de qué tan infiel puede llegar a ser la memoria, sin por eso ser menos cierta, como muestra muy bien el ejemplo del caso Wilkomirski, exponente que sirve para cuestionar el estatuto de bronce de los recuerdos, tantas veces discontinuos, vagos y a veces difíciles de establecer saber si son vividos o narrados.
Benjamin Wilkomirski se hizo famoso en 1996, cuando publicó un libro en el que contaba, fragmentariamente, sus recuerdos en un campo de concentración nazi, y la posterior imposición de una identidad falsa por parte de sus padres adoptivos. Estos relatos, cargados de un realismo y un horror extremadamente violentos, conmovieron a los lectores y transformaron a su autor en un ícono de la Shoah. Dos años más tarde un periodista develó que nada en esta historia era cierto, lo que generó una conmoción sin precedentes. Lo impactante de esto, según analiza Robin, es que Wilkomirski no mentía, sino que verdaderamente recordaba esas escenas, que nunca ocurrieron, porque ni estuvo en un campo de concentración, ni poseía la identidad que él creía haber tenido. ¿Un caso de psicosis? Probablemente, pero una psicosis que produjo las emociones más diversas en individuos de todo el mundo.
Robin no es ingenua. Sabe que la aparición de episodios como el de Wilkomirski, o cierto relativismo como el que ella propone, pueden ser funcionales al discurso negacionista en sus formas más diversas, y frente a eso sugiere cierta cautela, y sobre todo, mucho compromiso. Al respecto, George Orwell decía, en 1984, que el que controla el pasado controla también el futuro, y que el que controla el presente, controla el pasado. Queda claro: el pasado nunca es libre: ninguna sociedad lo abandona a sí mismo. Como afirma Robin, el pasado se rige, se conserva, se administra, se narra, se conmemora o se odia. Uno se puede batir a duelo por el pasado, y no hay ninguna sociedad que, consciente o inconscientemente, no manipule, falsifique, oculte, reoriente y/o reconfigure elementos de su historia. Los ejemplos que analiza ella son el de Japón y la masacre de Nankín, el de Estados Unidos y las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, el de Francia con Vichy y la guerra de Argelia, el de Alemania y el Holocausto, el de España y el franquismo, el de Italia y el fascismo. A los sudamericanos esa relación con el pasado inmediato tampoco nos pasa desapercibida.
La identidad saturada tiene un triple mérito: el primero es el de volver a discutir temas que para muchos ya se encuentran saldados, aportando nuevas ideas, discutiendo con creatividad e inteligencia otras. El segundo, el de hacerlo de una manera entretenida, a partir de ejemplos literarios y cinematográficos. El tercero es que a las muchas preguntas que formula ofrece algunas explicaciones, hipótesis, sugerencias, creencias. Pero no como recetas infalibles, ni con formato de propuestas programáticas, sino como indicios, como hipertextos que conducen a seguir investigando, discutiendo, generando polémicas productivas.
Robin habla de la memoria volcánica, de la imposible justa memoria, del turismo de la memoria, del fracaso de programar los recuerdos, del hojaldrado del tiempo, del olvido activo y retroactivo, de la influencia de Internet en todo esto. Lo plantea desde una posición académica, haciendo uso de metodologías y sistemas propios de las ciencias sociales. Pero también lo hace desde un yo intransferible, que explicita que las cuestiones teóricas son imposibles de escindir de la propia experiencia de aquel que narra, aquel que reflexiona.
Tal vez por eso es tan interesante que el discurso universitario de Robin esté complementado por uno mucho más literario, de ficción, que la involucra a ella como escritora, como parte de la historia que escribe, que podría ser la de cualquiera de nosotros, pero no lo es.
18/12/2012 - 11:11
Revista Ñ
PRESENCIA. Monumento que recuerda en Berlín a los judíos víctimas del Holocausto compuesto por 2.711 cubos de hormigón armado.
Sobre Régine Robin Investigadora y novelista.
Profesora asociada al Departamento de Sociología de la Universidad de Québec, Montréal, Canadá, y profesora emérita de la misma universidad. Fue investigadora invitada en la Universidad de Harvard, en la École des Hautes Études en Sciences Sociales y en la New York University. Recibió el Grand Prix du Livre de Montréal en 2001. Algunos de sus libros son: La mémoire saturée (2003), Cybermigrances. Traversées fugitives (2004) y Mégapolis. Les derniers pas du flâneur (2009). La memoria saturada fue publicado en español por Waldhuter Editores en 2012.
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