El crimen y la violencia constituyen una plaga en América Latina y el Caribe. Con más de 25 muertes por cada 100.000 habitantes, la tasa de homicidios de la región es la más alta del mundo y triplica el promedio mundial. La delincuencia común generalizada también es un azote en la región, y más del 10% de la población y del 30% de las empresas es víctima de ella (ver Gráfico 1). En este marco de cosas, no tiene nada de sorprendente que en los últimos años los ciudadanos hayan identificado el crimen y la violencia como su principal preocupación.
Debido a las repercusiones sociales, políticas y económicas del crimen y la violencia, los gobiernos las han definido como un desafío fundamental para las políticas y han dedicado recursos y esfuerzos sustanciales a luchar contra esta lacra. Sin embargo, la lucha apenas comienza dado que aún queda mucho por hacer para entender tanto las raíces como las consecuencias negativas de estos fenómenos.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ha lanzado un riguroso programa de investigación que pretende cuantificar el costo del crimen y la violencia. Poner un costo al crimen constituye un primer paso para dar forma al debate de las políticas públicas y proporcionar instrumentos con el fin de analizar sistemáticamente la relación costo eficacia de las políticas gubernamentales para proteger a los ciudadanos. Parte de este trabajo ha sido presentado en un evento patrocinado por el BID el 24 y 25 de enero de 2013. Los resultados preliminares son desalentadores –los costos del crimen son sumamente altos– y, a la vez, estimulantes: las innovaciones de las políticas locales en la región comienzan a dar resultados en la lucha contra la epidemia del crimen.
Empezando por las estimaciones de costo, las investigaciones en Uruguay han llegado a la conclusión de que el costo del crimen en ese país equivale al menos al 3% del PIB. Estas estimaciones incluyen los gastos públicos y privados tangibles para la prevención de los delitos, como los gastos en seguridad privada y los costos del sistema legal y penitenciario, así como los costos intangibles de ser una de sus víctimas. Puede que estos costos, sobre todo los intangibles, estén en gran parte subestimados.
Por ejemplo, la violencia doméstica tiene consecuencias negativas más allá del impacto directo sobre las mujeres que la sufren. La violencia doméstica también afecta a la salud de los niños en los hogares violentos. Por lo tanto, la violencia contra las mujeres tiene un costo intergeneracional preocupante. Dado que casi el 40% de las mujeres en un país como Perú, por ejemplo, declaran ser víctimas de abusos, este dato es alarmante.
Además de tener repercusiones en el capital humano, el crimen y la violencia también afectan los valores de la propiedad. En Brasil, el aumento de las medidas de seguridad en los hogares en una desviación estándar aumenta el valor promedio de las viviendas en más de US$750. Si se aplica esta cifra a todos los hogares incluidos en el estudio la cantidad total asciende a más de US$13.000 millones.
El crimen también afecta negativamente a la actividad económica y limita las oportunidades económicas. En México, un aumento de un homicidio por cada 100.000 habitantes desde 2006 hasta 2010 está relacionado con una disminución de 0,21% en el porcentaje de la población trabajadora, un aumento de 0,13% en el porcentaje de la fuerza laboral desempleada y una disminución de 0,06% de los dueños de negocios. Estos cambios van de la mano con una tendencia igualmente preocupante. El consumo de electricidad en los municipios con niveles persistentes de violencia relacionada con las drogas después de 2006 produjo un descenso similar en los niveles de consumo en los municipios menos violentos, de casi un 6%. Al mismo tiempo, un consumo más bajo de electricidad señala que se han producido disminuciones significativas en el desarrollo económico local.
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