Unos 60 kilómetros separan la costa
norte de Venezuela de Curazao, una turística isla caribeña que se ha convertido
en tierra deseada para algunos venezolanos. BBC Mundo viajó hasta allí para
hablar con los balseros que se han arriesgado a hacer el viaje y viven ocultos
Ramón
encuentra "deprimente" que lo llamen balsero. "Entre comillas
soy uno de ellos y no me gusta", se rebela.
Aunque
le incomode, podemos quitarle las comillas que él se pone. Después de tres
intentos fallidos, Ramón consiguió por fin cruzar en balsa los 65 kilómetros
que separan su país, Venezuela, de la isla de Curazao.
A
pocos kilómetros de donde turistas holandeses se alejan del frío del
enero europeo y tuestan sus pieles rosadas en playas de arena blanca y aguas
turquesas, los venezolanos Ramón, William y Ángel viven encerrados en una casa
sin paredes.
Ángel
entró por avión a Curazao y se quedó. Ramón y William lo hicieron en balsa hace
pocos meses.
Su
peligrosa travesía en una pequeña embarcación abarrotada es quizás el reflejo
más impactante de la huida que en los últimos meses han emprendido miles de
venezolanos que escapan de la crisis económica.
Venezuela,
país que tradicionalmente acogió inmigrantes de Europa y luego de toda
Sudamérica que veían en el país petrolero una tierra de oportunidades, sufre
ahora un éxodo que preocupa a los países vecinos y a los organismos
internacionales.
Esta
diáspora tiene ramificaciones que llegan hasta Canadá y Europa.
Y
a pesar de que el flujo aún no es masivo, alarma especialmente el caso de
Curazao, en el pasado destino turístico de los venezolanos con sus tarjetas de
crédito y ahora, refugio de inmigrantes.
Y
más que el número, pequeño comparado con el de otros destinos
como Colombia, Chile, España o Panamá, impacta cómo llegan: en barcos de
pesca, en balsas.
A
principios de enero una de esas embarcaciones naufragó cerca de la costa de
Curazao. Se encontraron los cadáveres de seis personas que el viernes 26 de
enero fueron repatriados por un avión de la Fuerza Armada venezolana.
"Es
deprimente y triste que nos llamen balseros", me insiste Ramón, que tiene
sus jeans y su camiseta Adidas negra manchados de polvo. Junto a William y
Ángel trabaja como obrero construyendo una lujosa casa que les sirve ahora de
vivienda provisional.
"Nos
comparan con Cuba, que es un país pobre, pero Venezuela tiene de todo:
petróleo, carbón, oro, bauxita, aluminio", enumera con la incredulidad que
sienten muchos al ver la situación del país.
Como
están en situación de ilegales, no puedo mostrar su cara ni dar los nombres
completos ni la localización de la casa, aún un esqueleto, donde me contaron
sus historias.
En
comparación con los seis muertos en el mar en enero y con los 1.200
venezolanos deportados por Curazao en 2017, según los datos del Ministerio de
Justicia, la historia de estos tres venezolanos es más afortunada.
Se
sienten bien tratados por su patrón y ganan lo suficiente como para mandar un
buen dinero y regalos a sus familias en Venezuela. No les importa mucho que,
debido a su condición de indocumentados en Curazao, solo salgan de esa casa sin
paredes a comprar comida una vez cada dos semanas.
"A
la semana me quería volver"
Ramón
llegó en balsa a Curazao en mayo de 2017. Pero ya conocía bien la isla,
autónoma desde 2010 aunque sigue bajo soberanía del Reino de Holanda.
En
mayo de 2015 entró por avión como turista y se quedó de
forma ilegal sietemeses. Entonces la situación en Venezuela empezaba
a agravarse.
"Tenía
una hija de 4 años. Era la primera vez que me separaba de la familia y me pegó.
A la semana me quería volver", recuerda ahora con una sonrisa.
Volvió
a casa y al año siguiente probó suerte en Aruba, otra de las Antillas
Holandesas, igualmente próxima. A los tres meses fue detenido y tras cuatro
días de arresto, deportado.
Ramón,
que tiene ahora 39 años, regresó a La Vela de Coro, un pueblo pesquero en
la costa norte de Venezuela, en el estado Falcón.
William
y Ángel también son de La Vela, como muchos de los venezolanos que venden sus
frutas y verduras en Willemstad, la capital de Curazao, una encantadora
Ámsterdam caribeña donde se habla holandés y papiamento, un idioma local mezcla
de creole y portugués.
En
La Vela, Curazao es la tierra prometida.
Miles
de familias de esa zona viven desde hace décadas del comercio legal de
alimentos entre ambos países. Muchas menos lo hacen del intercambio ilegal, del
contrabando. Y en los últimos meses, cientos de lugareños ven la isla como una
salida natural para escapar de la crisis, aunque sea en balsa y arriesgando la
vida.
El
gobierno de Curazao no dispone de cifras oficiales de cuántos venezolanos
ilegales se han asentado. Pero hay un dato revelador que me aporta el servicio
de Guardacostas. En 2016, 60 venezolanos fueron aprehendidos en altamar.
En 2017, esa cifra llegó a 315.
Otros
cientos, como Ramón, llegaron a la orilla.
"No
me alcanzaba la comida"
Que
lo deportaran de Aruba no impidió que Ramón, de regreso a Venezuela, siguiera
pensando sólo en una cosa: irse, volver a Curazao. Como fuera. Incluso en
balsa.
"No
me alcanzaba la comida", explica con sencillez y contundencia su deseo de
emigrar.
Afirma
que en 2004 se graduó de Mecánica Industrial en el Instituto Tecnológico
de Coro, cerca de La Vela. Su esposa es administradora en una escuela pública y
gana un salario mínimo.
"Cada
vez teníamos más problemas para comer bien".
"En
julio de 2016 hice mi primer intento. Pagué a los 'coyotes' 200.000 bolívares
(200 dólares),pero decidí no subirme porque me enteré de que iban a llevar
drogas y armas", cuenta Ramón, que perdió así su dinero por unos
escrúpulos que luego tuvo que dejar de lado.
Por
el viaje definitivo pagó 700.000 bolívares. Ahora por ese trayecto piden 12
millones de bolívares. O 20. O más. El precio sube mientras lees estas líneas.
La hiperinflación también llega a la mafia.
El 6
de mayo del año pasado, después de otros dos intentos frustrados, la
salida por fin prosperó.
"De
La Vela nos llevan en buseta a Puerto Cumarebo. De ahí, en carro nos van
llevando a la playa, como una hora de trayecto. Nos quitan los teléfonos y nos
revisan los bolsos por su seguridad", explica el proceder de los
"coyotes".
"Es
una balsa como de unos 15 metros de largo. Es para 8, pero íbamos 30 o 35
personas. Salimos a las 4:30 de la tarde y nos metemos al agua para llegar a la
barca con los bolsos sobre las cabezas para que no se mojen. El viaje dura unas
siete u ocho horas".
No
sólo personas llegan a la isla, lo que preocupa a las autoridades locales.
"Los
'coyotes' llevaban un saco con droga y dos pistolas cada uno para venderlas en
dólares en Curazao", cuenta.
"La
balsa usa dos motores y va tan cerca del agua que la tocas con la mano. Todos
llevamos unos tobitos (cubos) para ir sacando agua".
"Las
tres primeras horas se hacen a toda velocidad con los dos motores, hasta que
llegas a los canales, donde se juntan dos corrientes de agua. Ahí apagan un
motor y bajan el otro de velocidad para evitar los radares. Ya se van perdiendo
las luces de Venezuela".
¿Cómo
se orientan?, le pregunto.
"(El
capitán) Usaba un GPS, pero se le apagó al chamo (muchacho). Eran las 10 de la
noche, se veían las luces de Curazao. Estamos a oscuras y ahí algunos empiezan
a gritar: '¡Cuida, que hay un picapica!'. Así es como llaman a otra barca de
contrabando o de pesca que navega sin luces, pues. Ahí llevamos susto porque
una ola de unos 10 metros nos levantó. Pensé que se iba a quebrar la balsa.
Luego, ya cerca de la orilla uno empieza a ver drones y la gente grita que hay
que agacharse".
Los
guardacostas de Curazao me negaron que usen drones para la detección de
balseros. ¿Qué vieron entonces? Quizás luces de aviones, de helicópteros o
simplemente ilusiones alimentadas por la oscuridad, la adrenalina y el miedo.
"Y
luego están los barcos grandes, los tiburones… Es un trauma el que uno
vive", resume Ramón.
"Ya
cerca de la orilla te lanzas al agua y al llegar a tierra lo primero que haces
es cambiarte con la ropa seca que llevas en el bolso. Y echas a correr. Siempre
hay gente pendiente que te recoge".
Que
muchos venezolanos en Curazao sean de La Vela crea una red de ayuda y genera un
efecto llamada.
Ramón
hace ahora un recuento casi hasta divertido de la aventura. "Mi familia no
estaba de acuerdo con que viniera en balsa, pero uno trata de calmarlos".
"Cuando
la necesidad aprieta, uno se olvida del miedo", afirma, práctico.
El
peligro de la costa norte
Hace
siete meses, la seguridad de los guardacostas no era tan severa. Eso permitió
que su balsa llegara a la costa sur, a Caracas Baai, de aguas tranquilas.
El
refuerzo de la vigilancia y las detenciones en altamar han obligado últimamente
a cambiar rutas. Ahora, algunos peñeros, como los venezolanos llaman a estos
barcos, buscan la peligrosa costa norte.
Allí
llegó la embarcación que a principios de enero se hundió. Los seis cuerpos se
encontraron en Koraal Tabak, una zona agreste, seca, con cactus que
desaparecen muchos metros antes de la orilla de piedra desnuda. Allí el mar
golpea con violencia, y desde hace siglos afila los cantos de las rocas
coralinas.
Koraal
Tabak es el tercer terreno privado más grande de la isla, me cuentan. No hay
nada. Sólo hostilidad.
Es
fácil imaginar que sin salvavidas nadie sobreviva ahí abajo y que los cuerpos a
la deriva fueran seccionados. A un lado empuja el agua; al otro, cortan los
filos.
Aún
hay restos de la balsa pintada de rojo en la que iban los seis inmigrantes que
murieron y los 11 que sobrevivieron y que están ahora en algún lugar de
Curazao, temerosos de la policía y de la prensa.
Cerca
de donde reposan algunos restos personales y muchas botellas de plástico que la
corriente trae desde Venezuela, una decena de turistas despreocupados, quizás
ignorantes, recorren con sus quads las rocas sobre las que hace unos días
yacían cadáveres.
Hogar
y trabajo
Ramón
me cuenta que cada diez o 12 días envía cinco millones de bolívares (20
dólares) a su esposa en Venezuela. Lo hace a través de lo que él y sus otros
dos compañeros llaman "los árabes".
Les
dan los florines -la moneda local- y ellos los transfieren desde sus cuentas en
Venezuela a las de los familiares en bolívares.
Ramón,
William y Ángel, bien avenidos, comparten un cuarto de lo que en unos meses
será una lujosa vivienda de una planta. Uno de ellos duerme en un estrecho
colchón sobre el suelo áspero. Los otros dos, en sendas camas.
No
hay puertas ni ventanas aún, pero el cálido clima de Curazao lo permite.
La ropa, desordenada, se mezcla con las herramientas de trabajo.
Tienen
ventiladores y dos neveras. Su dieta es básica, nada de lujos. El dinero que no
se gasta en comida se ahorra. Es la prioridad.
La
zona de la cocina aún no tiene techo. Si llueve, el guiso, el arroz deben
esperar. Lo mismo ocurre con el baño. Se duchan y orinan a cielo abierto.
El
patrón, con el que guardan una buena relación, los lleva a veces a la playa o a
su casa, donde disponen de Wi-Fi para llamar a la familia.
Desde
que llegó, Ramón sólo ve en foto a su hija, ya de 6 años.
Antes
de que el 5 de enero el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, decretara el
cierre de la frontera con Curazao, le enviaba galletas y Nutella con algún
comerciante de La Vela. En Navidad incluso pudo comprarle una tablet. Ahora ya
no es posible mandar regalos.
"Yo
le explico que estoy trabajando para ella", cuenta cómo razona su ausencia
cuando habla con la niña.
"Vine
con muchas metas"
Conversa
cada vez con más confianza apoyado en la mesa de tablones sobre la que sierran
las maderas.
En
el suelo, aún hormigón desnudo, y en lo que será el jardín, se amontonan los
sacos de arena y los palés de porcelana.
"Me
hace falta mi familia, mi hija, pero vine con muchas metas y espero
quedarme,con el favor de dios, dos o tres años", dice Ramón,
ambicioso y sin atisbo de drama.
Está
satisfecho de poder proveer. Él entiende que eso es lo que debe hacer un padre
de familia. Antes se lo impedía la situación en su país.
El
dinero que no envía ni gasta en comida lo guarda. Al vivir en la obra, ni él ni
sus compañeros pagan alquiler. Tiene una casa en Venezuela que espera
acondicionar con esos ahorros.
¿Por
qué arriesgarse tanto para venir a Curazao y no ir, por ejemplo, a Colombia,
como muchos otros?, le pregunto.
"Porque
aquí se gana más, hay más dinero. Hay más riesgo, sí, y uno lo
piensa".
Ni
le molesta el encierro autoimpuesto para evitar la deportación que arruinaría
sus planes.
"Yo
no vuelvo más así"
William
es artesano. Un moreno tímido, recio, de mirada desconfiada y con una gorra
bien calada. Es el capataz, el que ha enseñado a Ramón y Ángel el oficio de la
construcción. Lleva ya un año y 8 meses en Curazao y quiere volver a su hogar
en cuanto acabe esta obra.
"Mi
hija mayor, de 13 años, que se crió conmigo, me dice: 'Vente, papi, quiero
estar contigo'", revela, ya rendido a la nostalgia.
William,
de 33 años, desaconseja a sus compatriotas y vecinos de La Vela el trayecto en
barca que él hizo.
"Yo
no vuelvo más así. Me vine porque no sabía cómo era. Estaba
desesperado por salir, pero uno ahora ya sabe", dice, aún con el
susto de una travesía similar a la que relató Ramón.
Ángel,
en cambio, llegó por aire, pero casi habría preferido hacerlo en balsa. Fue su
primer viaje en avión. Los 25 minutos más largos de su vida, me dice.
"Me
lo recomendaron en La Vela, me animé y me vine. ¿Qué más voy a hacer? No voy a
dejar a mi familia morir de hambre", razona. Era conductor de camión y a
los 45 años está viviendo una aventura que no desea.
Es
bonachón, corpulento, con barriga prominente. Me impacta que sus brillantes
ojos azules, que resaltan en la cara tostada y gastada, no puedan contener las
lágrimas al recordar cómo sus nietos, de tres y cinco años, le preguntan cuándo
va a volver.
Hace
una pausa. Se da la vuelta por esa vergüenza aprendida de que un hombre de su
edad no llora. Y menos delante de otro.
Se
recompone orgulloso. Vuelve a ponerse frente a mí. No tiene aún respuesta para
los pequeños. Ni para él mismo.
Al
poco recupera la sonrisa, aunque sea amarga. "Venezuela se irá a quedar
vacía", dice. "En el pueblo mío, en La Vela, quedan ya sólo las
mujeres".
Por BBC
07 DE FEBRERO DE 2018 10:29 AM | ACTUALIZADO EL 07 DE FEBRERO DE 2018 10:31 AM
No hay comentarios.:
Publicar un comentario